lunes, 5 de septiembre de 2011

VERGÜENZA AJENA


La semana pasada estuvo en Lima el famoso historiador irlandés Benedict Anderson, quien ha destacado como teórico del nacionalismo. Su presencia ha sido especialmente oportuna ahora que estamos iniciando un gobierno motivado por la construcción del Estado nacional, para cuya comprensión su reflexión es especialmente pertinente. Como es ampliamente conocido, el planteamiento de Anderson sobre la nación indica que es un producto cultural, imaginado como un vínculo de solidaridad alrededor de la pertenencia a una comunidad. Por su parte, esa comunidad es un ideal que recorre a todos sus integrantes y los diferencia de las demás comunidades nacionales.
Anderson ha creado un aparato teórico novedoso para interpretar el fenómeno del nacionalismo que recorre el mundo entero desde hace siglos y no tiene cuándo extinguirse. Han ido cambiando las grandes ideologías políticas, algunas se han hundido y otras atraviesan procesos de cambio muy intensos. Pero, los nacionalismos siguen reproduciéndose y actuando como fuerza política, sin que su fin parezca cercano. En este sentido, el nacionalismo es una fuerza que Anderson interpreta como positiva, puesto que alienta las buenas prácticas con los demás conciudadanos. Aunque, dentro de ciertos límites, puesto que su desborde puede generar purificaciones étnicas mediante grandes matanzas, como ocurrió al desintegrarse la antigua Yugoslavia.
Anderson pronunció un discurso al recibir el doctorado honoris causa de la PUCP que, dando una muestra más de su sólida vida académica, lo había invitado para participar en un evento de Humanidades. En esa alocución, se refirió a los sentimientos que acompañan al fenómeno nacional. Como se trata de una comunidad imaginada por sus integrantes, la común adhesión nacional provoca sentimientos compartidos. Algunos son obvios y siempre repetidos por los analistas. Entre ellos destaca el patriotismo y el orgullo nacional ante ciertos productos, como la gastronomía o el pasado arqueológico en el caso peruano.
Pero lo interesante de la postura de Anderson fue su referencia a un sentimiento que normalmente no se asocia al nacionalismo. Se trata de la vergüenza y específicamente de una emoción que en el Perú llamamos vergüenza ajena. Según su parecer, cuando pertenecemos a una comunidad y el otro es alguien que reconocemos como nuestro, su conducta nos importa. Si sus actitudes y acciones nos parecen normales nos dejan indiferentes. Pero, si las desaprobamos nos significan mucho, porque se trata del desagrado frente a la conducta de alguien a quien sentimos como perteneciente a nuestra propia nación. De ahí que sintamos vergüenza, no por algo que hayamos hecho como individuos, sino por algo hecho por otro, a quien sabemos parte de nosotros.
Según Anderson, ese sentimiento de vergüenza ajena identifica a las naciones. Solo se presenta cuando el autor de algo reprobable es parte de uno. En este sentido, la vergüenza actúa como mecanismo de control social y sirve para enderezar la marcha de las comunidades.
Lo paradójico de su discurso reside en que sus palabras estaban pronunciadas en la PUCP, amenazada por el Cardenal en su independencia de criterio y autonomía de gobierno. A lo largo de los años la PUCP se ha colocado a la vanguardia de las universidades del país, gracias a su capacidad para producir conocimiento y transmitirlo por profesores de todas las tendencias ideológicas, que se enriquecen gracias al debate democrático.
El cardenal Cipriani busca acabar con ese pluralismo y transformar la institución en una universidad confesional. Como lo sentimos parte de nuestra comunidad, sus acciones contra la PUCP nos inspiran precisamente vergüenza ajena.